(Collages y texto publicado el 13 de abril del 2020)
En Abril del año 2020 los días parecen más largos que de costumbre. La cuerpa, aunque ya iba a paso de caracola, ahora empieza a entender que sí anda es por sus propias contracciones y elongaciones. Paso a pasito, palabra por palabra y pensamiento tras pensamiento. Están los días de consenso, los días de trifulca y los días que las habitantes de mi cabeza decidieron nomás no presentarse a la asamblea.
En estos días lo que mas me gusta es sentir la tierra con mi cuerpecita bien babosita, envolverme entre el bálsamo de las flores de manzanilla, respirar el aroma de los naranjos, sentir el calor del sol y parar a mirar allá afuera cuando la lluvia fresca cae del cielo. Es como refugiarme en el abrazo de mi madre, inundarse en la fuerza, la sabiduría y la lucha por la vida.
Y ahí sumergida, me dio la repentina aflicción de que la tierra no vivirá para siempre, así como cuando de niña descubrí que mi mamá no era inmortal. Llorando un mar de lágrimas le dije que había pensado que se iba a morir y que yo no quería que eso pasara. Me hice bolita y ahí en su pecho me adormecí por la respiración que se escuchaba desde su pecho y mis propios quejidos bajitos que iban desapareciendo.
La abrumadora sensación de lo efímero y fragilidad de la vida. Una sensación que hasta hoy recuerdo como un momento de revelación; mis ojos nunca los sentí tan abiertos y mi presencia estaba ahí. Pensaba que yo era, había sido y sería hasta que mi cuerpa estuviera conmigo. Una sensación que hasta hoy recuerdo, que se quedó impresa en mi cuasi como un momento de revelación que cambiaría mi forma de mirar la vida y por supuesto, a mi madre.
No crean que luego yo me ponía a pensar esto todos los días, pero había días que la brisa me los susurraba más fuerte. Como cuando viajé por primera vez y me di cuenta que mis brazos, mis piernas, mi pecho y mi cabeza era lo imprescindible. Todo lo demás era sólo lo demás. O, como cuando visité el caracol de Oventik y mi corazón sintió cómo la rebeldía originaba un fuego que encendía todas sus emociones atropelladamente.
Cuando viví en Chiapas, el estado fronterizo de México con Guatemala, y miré y me miré socavada, la tierra resiste pero se desgasta de tanta lucha, la que hubo, la que hay y la que habrá. Las mujeres y las niñas sobreviven un país feminicida, xenófobo y racista que por siglos ha puesto a las comunidades indígenas y afrodescendientes en la marginalidad. Arrancándoles sus tierras y sus ropas, obligándoles a huir.
Revelaciones que poco a poco reconocí llegaban en espirales, cuando iba y venía y venía e iba. Zoom, zoom, zoom. Aprendí a escribirlas en mi propio caparazón para que no se me olvidaran. Como un mapa que me recuerda de dónde soy y dónde estoy parada, para así levantar la mirada hasta el horizonte. El mismo que miran otras, nosotras y ancestras de pueblos sobrevivientes a la historia de conquista, explotación y violencias patriarcales.
Pero así como escribía, también se sentían las olas de aflicción al recordar que nuestra madre tierra no es inmortal, que ha sido explotada sin vergüenza y con extrema violencia. Así también los pueblos que luchan por ella y por su propia existencia, quienes ahora, más que nunca, están expuestos a la violencia ante la crisis mundial sanitaria por el covid-19. Problemas de salud resultado del capitalismo.
El planeta está agotado, así como todas y todos los explotados. No se puede vivir. No se puede ir por la vida luchando cuando tienen la política de quitárnosla. De huir por miedo a convertirse en una o uno más de las desechadas, de quienes su trabajo no les permite sostener su propio cuerpo o su labor diaria es la de protegerse del asesino. La lógica de la necropolítica que es así como sigue acumulando monedas.
Son épocas en las que al humano se le antepone el universo. Lo efímero y la fragilidad es una sensación vívida en mi cuarentena, con el privilegio de un techo, el tiempo para mirar por las ventanas y escribir en mi caparazón de caracola. Nunca olvidando aunque esto signifique parar el paso.
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